Mi foto
Nombre:
Lugar: Madrid, Madrid, Spain

sábado, 3 de junio de 2006

Hoyos de la Pinilla y Pico del Nevero







La ciudad ha quedado atrás.

Estamos en el valle de Lozoya que, ubicado en un lugar escondido de la comunidad de Madrid, permite disfrutar de su paisaje sin la perspectiva constante de la aglomeración urbana de la capital. La subida al puerto de Navafría, aún en el coche, despereza nuestros ojos y nos ofrece las primeras vistas entre los claros de los árboles. El valle se extiende abajo en toda su grandiosidad cediéndole el protagonismo a las aguas del embalse y su azul puro. Algunos olores empiezan a filtrarse al sistema de ventilación del coche y no queda más remedio que bajar la ventanilla y aspirar y disfrutar de una buena bocanada de ese olor de la sierra, familiar a la vez que casi olvidado. Un sol potente se alza ya en lo más alto, y mientras dejamos el coche en el área recreativa de las Lagunillas, a escasos metros de la cumbre de puerto, presagiamos todos en silencio el gran día que se avecina.

El ascenso se inicia por una senda de subida suave y piso perfecto, una de tantas que recuerdan a cuentos de la infancia. Pero rápidamente el bosque por el que transcurre se abre y desaparece para dar paso a una magistral bienvenida de arbustos de jaras en flor que alfombran la ladera con un amarillo que estalla e impregnan el aire de un suave olor a primavera. Al fondo, allí abajo, se encuentra el valle ya desvelado a nuestra vista, llamando a nuestras miradas y cámaras. Impresiona. Mi madre lamenta que las cámaras no capten los olores mientras yo imagino que este lugar debe ser muy parecido a aquellos oteros donde Alberto Caeiro escribía sus poesías que, esas sí, captaban no solo los olores, sino todas las sensaciones que el mayor amante de la Naturaleza en la poesía plasmó para el disfrute de todos nosotros.

Ascendiendo por la senda y rodeados de esta maravilla primaveral de flores, mariposas y del acariciador susurro de las lagartijas correteando, pronto se llega al mirador de la peña del cuervo, un aislado peñasco que sobresale magistralmente en la ladera permitiendo al caminante asomarse al valle desde su filo escarpado. Uno ha de esquivar con la mirada las barandillas metálicas que algún desconsiderado antropocentrista colocó allí pensando ingenuamente que la belleza de la naturaleza puede ser mejorada por el hombre, y otorgándose a sí mismo el derecho a hacerlo. En cualquier caso, las vistas de Peñalara, Cuerda Larga y el Valle renuevan nuestros ojos de ciudad donde, como el mismo Caeiro escribió, "la vida es más pequeña, los edificios encierran la vista con llave" y donde "se nos ha robado el horizonte."
La ascensión continúa de nuevo suavemente, pasa junto a una bella cascadita multiple donde el agua se deja caer sobre verdes escalones de hierba; cruza la linde de los términos de Lozoya y Pinilla, separada por muro de piedras superpuestas, y sigue marcada por hitos que se terminan haciendo innecesarios pues se puede intuir que nuestro destino se encuentra precisamente en ese hueco que deja el gran circo de roca bajo el pico del Nevero. Efectivamente, en pocos minutos nos asomamos a los hoyos de Pinilla, donde un par de pequeñas lagunillas de agua de deshielo junto a sus lindes verdes crean un lugar idílico para una parada y un refresco en sus praderitas.

Finalmente, para subir al pico del Nevero, es preciso de nuevo seguir los hitos en la parte más complicada del recorrido. Un último esfuerzo y pronto estamos en la cima contemplando el espectáculo que ahora se extiende a ambos lados de la sierra. Allí unos pájaros revolotean dándonos la bienvenida o la enhorabuena mientras nosotros disfrutamos de la plenitud del instante, repletos hasta el borde de la felicidad de la cumbre, aunque sea una modesta como esta, completos en un extasis de unión con la nturaleza y devueltos a la maravilla del mundo que nuestras vidas en las ciudades habían tapado; estamos en la cumbre, con el buen sabor del esfuerzo realizado y la sensación indescriptible de estar precisamente allí, desde donde la perspectiva de la altura nos muestra lo que la nuestra pequeñez no nos deja ver y nos enseña las verdades que en nuestras rutinas y trabajos, tristemente olvidamos. La perspectiva de 360 grados y el buen día soleado sin nubes hace que nuestra vista se pueda extender hasta la lejanía en la provincia de Segovia.

El viento sopla y hace un poco de frío, pero el bocadillo de tortilla hace que todo de igual y renueva el cuerpo y el espíritu. Pronto comienza la bajada que discurre muy suavemente, casi de manera imperceptible, por la cumbre de la sierra que separa Madrid y Segovia. Un paisaje extraño de explanadas suaves y de escasa vegetación, casi lunar, nos lleva caminando junto a los restos de nieve del invierno que siempre piso como un niño como si fuera mi primera vez, hacia la gran bajada complicada y empinada, donde hay que ponerse bien alerta para no sufrir ninguna caída. Los vientos fríos de la cumbre dan paso a las sombras de los árboles que parecen abrigar y el camino en descenso vertiginoso conduce directamente al puerto de Navafría donde tan solo tenemos que seguir unos metros de carretera para retornar al punto de partida.

La montaña ha quedado atrás.

Volvemos a la ciudad que nos da el alimento. Alimento económico, porque nuestro espíritu se alimenta de días como los de hoy. Días en los que el recorrido, el clima, los olores, las vistas y todos los elementos parecen confabular para que no queramos cambiar este día por doscientos días normales. Volvemos a casa oxigenados, con los músculos cargados, la sangre agitada, la mente descargada y una plenitud indescriptible. Volvemos a casa pero con la sensación de dejar atrás algo. La sierra, la naturaleza, la madre, la belleza de lo eterno, de lo que siempre estuvo allí, de lo que sobrevivió a las inclemencias de los años, los lugares que pisaron nuestros antepasados, donde aún viven animales y plantas. Dejamos atrás la belleza de lo inimitable, de lo que nunca es igual. Y volvemos a la ciudad, a la línea recta, a la repetición, a lo artificial y antihumano; y allí permaneceremos hasta la próxima escapada, pero ocurre algo importante: esta semana, mientras trabajamos, mientras estudiamos, al cerrar los ojos nos vendrán imágenes y olores, sabores y recuerdos de los hoyos de Pinilla, de las vistas del pico del Nevero y nos sentiremos algo más felices que todos aquellos que no fueron. Y, por si acaso, en los momentos difíciles, leeremos a Caeiro para consolarnos.

Javi Gutiérrez

Etiquetas: